Semana Sostenible
Conservación
5 de agosto, 2020
Las riberas del Amazonas y sus afluentes han sido cuna de mujeres que velan por su cuidado. A lo largo de sus casi 7.000 kilómetros de extensión, y entre sus 34 millones de habitantes, se tejen historias de mujeres que conservan su biodiversidad y viven gracias a ella.
Ruge la selva y retumban las voces de las mujeres que la habitan. El suyo es un vínculo indivisible: cuando Francisco de Orellana se adentró en el corazón de la jungla en búsqueda de El Dorado, a mediados del siglo XVI, no encontró una ciudadela bañada en oro sino una estirpe femenina de guerreras arqueras.
Orellana las calificó como ‘amazonas’ y bautizó al río, su reino, con el mismo nombre. Casi medio milenio después, selva y mujeres permanecen vastas, fuertes, inabarcables, pero, simultáneamente, frágiles. Por eso, las habitantes siguen protegiendo su territorio con fuerza, pero sin flechas, de quienes quieren secar sus caudales y cambiar su verdor por el del dinero.
Es el caso de Ruth Vargas, comunaria de la Reserva Nacional de Vida Silvestre de Manuripi en Bolivia; de María Auxiliadora de los Santos, maestra y guía de turismo de la Reserva Extractivista Cazumbá- Iracema en Brasil; y de Johana Rivera, emprendedora de cacao orgánico en la Reserva de Producción Faunística Cuyabeno en Ecuador. Tres mujeres, en tres países, unidas por un proyecto de vida común: la conservación y el uso sostenible de la biodiversidad en las áreas protegidas amazónicas.
María Auxiliadora de los Santos. Foto: SERNANP y Proyecto IAPA.
Resguardar sus saberes es parte de los objetivos de IAPA, una iniciativa que ha juntado esfuerzos mancomunados de la FAO y sus aliados —WWF, UICN, ONU Medio Ambiente y Redparques, con la cooperación de la Unión Europea—. Le apuestan a que sus voces y conocimientos, frutos de un linaje ancestral, perduren en el futuro para garantizar el bienestar de la Amazonía.
Mientras Ruth habla, con sus ojos negros puestos sobre la cámara, los sonidos que la rodean le roban el protagonismo: resuena el viento entre árboles agigantados; cantan pájaros; aletean cientos de insectos; surcan el aire águilas, guacamayos y colibríes… Así es el día a día en el Amazonas: los ecos de la selva comunican una vida que las palabras no alcanzan a dimensionar.
A metros de su casa de madera, Ruth siembra plátano, yuca, piña, toronja, naranja y mandarina en su chaco, la porción de tierra en la que siembra para abastecerse sin afectar ecosistemas. Cada día, le dedica por lo menos dos horas de cuidados casi quirúrgicos: aprendió a recolectar asaí, castañas y otros frutos silvestres responsablemente, y vigila que los arroyos no se contaminen.
La tierra, agradecida, le devuelve ingresos extras por la comercialización de sus frutos y seguridad alimentaria para ella y su familia —su sazón transforma la cosecha en jugo de maduro o guineo con leche, chicha, refrescos y masaco, una especie de puré típico—. La relación entre Ruth y la reserva es simbiótica: la segunda le da hogar, refugio y sustento a la primera, quien a cambio la protege. “Nosotros somos cuidadores de la reserva. La Amazonía es vivir, tener y cuidar”, dice.
250 kilómetros al norte del chaco de Ruth, en Brasil, María Auxiliadora pasa sus días acompañada de alumnos, viajeros y vida silvestre. Hace lo que le apasiona: compartir y enseñar, como maestra de geografía y guía de turismo sostenible, el valor incalculable de su natal Amazonía y de la existencia compleja que se enraíza en ella.
Como guía, le apuesta al bienestar económico, social y ambiental del estado de Acre. Está convencida de que su rol trae buenos frutos. “Es un trabajo maravilloso, me gusta viajar y conocer gente nueva. Pero no lo hago por eso: necesitas sentir amor para transmitirlo a las personas curiosas que vienen en busca de respuestas y necesitas estudiar e investigar para abrir una puerta en otros”, cuenta.
Con cada nueva jornada, su sentido de vida se ratifica: caminar entre árboles y ríos para mostrar el poderío de la naturaleza, el valor de cada ser que la compone y la importancia de admirarla sin poseerla. “Necesitan entender que un árbol derrumbado es una vida perdida”, dice. Para ella, transmitir ese mensaje exige inculcar en otros su propio amor por la tierra fértil que la rodea: “La Amazonía precisa ser amada para ser conservada”, concluye.
Aún más al norte, a 1.200 kilómetros, los indígenas de Zancudo Cocha recogen cacao en la Reserva de Producción Faunística Cuyabeno, en Ecuador. Tras recibir un pago justo por su trabajo —cerca del doble que ofrecen intermediarios— envían por bote los frutos a Pacayacu, un pequeño poblado, donde Johana Rivera y sus compañeras los transforman en una pasta orgánica lista para la venta. Cuando inició su emprendimiento, pintó el primer piso de su casa de blanco y, desde ahí, molía el cacao a mano para llevar degustaciones a la parroquia local. Vendía 8 libras mensuales.
Ahora —siete años, una planta de producción, premios, capacitaciones, ferias y viajes después—, Aroma Nacional del Cuyabeno – Puro cacao procesa 800 kilogramos de cacao y tiene presencia en cuatro ciudades de Ecuador. “Ha sido una escuela, me quitaron una venda de los ojos: no podía únicamente dedicarme a ser madre porque tenía otras metas. Es algo que le pasó a muchas de mis compañeras”, agrega. Quiere generar empleo a sus coterráneos y ampliar su oferta con chocolate en polvo y dulce. Quiere que la reserva perdure, que la pesca sea responsable para escuchar a los peces saltar libres, que no se talen árboles y que se siembre más.
La recolección de frutos del bosque, la producción de alimentos, la transformación artesanal de cacao orgánico y el turismo sostenible son los caminos, individuales y colectivos, que han trazado Ruth, Johana y Maria Auxiliadora para preservar la Amazonía, sus áreas protegidas, culturas y saberes ancestrales. Como ellas, otras mujeres del territorio se sumergen a diario en prácticas sostenibles para resguardarlo y para demostrar que la historia del Amazonas también es la de sus mujeres, quienes pasan su vida protegiendo lo que nos protege.